13 de agosto de 2009

Manía persecutoria [ Bertrand Russell ]




Extracto de "La conquista de la felicidad" - Manía persecutoria [autor Bertrand Russell]

En sus modalidades más extremas, la manía persecutoria es una forma reconocida de locura. Algunas personas imaginan que otras quieren matarlas, meterlas en la cárcel o hacerles algún otro daño grave. A menudo, el deseo de protegerse contra los perseguidores imaginarios las empuja a actos de violencia, que hacen necesario restringir su libertad. Como otras muchas formas de locura, esto no es más que una exageración de una tendencia que no es nada infrecuente en personas consideradas normales. No es mi intención comentar las formas extremas, que son competencia del psiquiatra. Son las formas más suaves las que quiero considerar, porque son una causa muy frecuente de infelicidad y porque, como no llegan al grado de ocasionar una demencia manifiesta, puede tratarlas el paciente mismo, con tal de que se le pueda convencer de que diagnostique correctamente su trastorno y acepte que sus orígenes están en él mismo y no en la supuesta hostilidad o malevolencia de otros. (...)

Por eso, la gente experimentada no se fía de los que, según ellos, son invariablemente maltratados por el mundo; y con su falta de simpatía tienden a confirmar a esos desdichados su opinión de que todo el mundo está contra ellos. En realidad, se trata de un problema difícil, porque se agudiza tanto con la simpatía como con la falta de ella. La persona con tendencia a la manía persecutoria, cuando ve que le creen una de sus historias de mala suerte, la adorna hasta rozar los límites de la credibilidad; en cambio, si ve que no la creen, ya tiene otra muestra de la curiosa malevolencia de la humanidad para con ella. (...)


En la alta política ocurre algo muy parecido. El estadista que poco a poco ha ido concentrando todo el poder en su persona para estar en condiciones de llevar a cabo los nobles y elevados propósitos que le decidieron a renunciar a las comodidades y entrar en la arena de la vida pública, se queda asombrado de la ingratitud de la gente cuando esta se vuelve contra él. Nunca se le ocurre pensar que su esfuerzo pudiera tener algún otro motivo, aparte del interés público, o que el placer de controlarlo todo pueda haber inspirado en alguna medida sus actividades. Poco a poco, le parece que las frases habituales de los discursos o de la prensa del partido expresan verdades, y confunde la retórica partidista con un auténtico análisis de los motivos. Disgustado y desilusionado, se retira del mundo después de que el mundo le abandone a él, y lamenta haber intentado una tarea tan ingrata como la búsqueda del bienestar público.(...)

Recelar de nuestros propios motivos es especialmente necesario para los filántropos y los ejecutivos. Estas personas tienen una visión de cómo debería ser el mundo, o una parte del mundo, y sienten, a veces con razón y otras veces sin ella, que al hacer realidad su visión están beneficiando a la humanidad o a una parte de la humanidad. Sin embargo, no se dan cuenta de que cada uno de los individuos afectados por sus actividades tiene tanto derecho como ellos a tener su propia opinión sobre la clase de mundo que le gustaría. Los hombres del tipo ejecutivo están completamente seguros de que su visión es acertada y de que toda opinión contraria es errónea. Pero su certeza subjetiva no aporta ninguna prueba de veracidad objetiva. Es más: su convicción es muy a menudo un mero camuflaje para el placer que experimentan al contemplar cambios causados por ellos. Y además del afán de poder, existe otro motivo, la vanidad, que actúa con mucha fuerza en estos casos.

El idealista magnánimo que se presenta al Parlamento —sobre esto hablo por experiencia— se queda asombrado ante el cinismo del electorado, que da por supuesto que solo busca el honor de escribir «miembro del Parlamento» detrás de su nombre. Cuando la campaña ha terminado y tiene tiempo para pensar, se le ocurre que, después de todo, puede que los electores cínicos tuvieran razón. El idealismo pone extraños disfraces a motivos muy simples, y por eso a nuestros hombres públicos no les viene mal una dosis de cinismo realista. La moral convencional inculca un grado de altruismo que apenas está al alcance de la condición humana, y los que se enorgullecen de su virtud se imaginan con frecuencia que han alcanzado este ideal inalcanzable. La inmensa mayoría de las acciones humanas, incluyendo las de las personas más nobles, tiene motivos egoístas, y no hay que lamentarse de ello, porque si no fuera así la especie humana no habría sobrevivido. (...)

Tomado de Manía persecutoria [cap 8]:



Russell Bertrand - La Conquista de La Felicidad





2 comentarios:

amanda dijo...

Agotan...Son muy cansinos...Nada más que añadir

nieves dijo...

Cansancio es poco...